La sangre

                                  Prof. Gabriel Ríos
         


        Surge de la carne desconcertada y se prolonga en un  cuchillo, una mano, un brazo y un rostro conocidos, la tensión de un cuerpo exasperado que crece en el interior de una casa miserable, continúa en una calle de tierra, recorre la arteria principal y desagua en una ruta provincial, y si prestamos atención a la mecánica ondulatoria del chorro  que se arrastra  algunos cientos de kilómetros por esa ruta, llegamos hasta el acceso empedrado de otra  casa, casi una mansión, por uno de cuyos aparatosos ventanales plomizos se acerca paulatinamente un hombre conectado a una computadora portátil, con la que acaba de completar una ventajosa transacción a su cuenta bancaria: tuvo que cerrar una fábrica para ampliar la producción de otra, gran estrategia económica cuyas ventajas hace tiempo venía calculando favorablemente, y sí, dos mil personas quedaron en la calle de repente, pero bueno, eso no era asunto suyo, él era un empresario serio, no un asistente social, y actuaba como deben actuar los empresarios genuinos en esta sociedad amargamente feroz, qué le vamos a hacer, si de pronto se ha caído Internet, y en el mismo momento en que el señor exitoso cierra su computadora Diego sale del ciber y piensa si regresar o no a su casa, porque tal vez haya vuelto su papá y tal vez se repitan con su mamá las escenas de celos y los golpes, cómo empeoró todo desde el cierre de la fábrica, ahí papá debió conseguir trabajo en otra ciudad y las peleas con mamá  crecieron con la distancia, porque aunque fuera verdad, papá siempre tomó,   últimamente casi nunca venía sobrio a visitarlos, y ya demasiadas veces, cuando papá se emborrachaba, debió defender a mamá o a Julieta, su hermana menor, que no sabía que Diego sospechaba que en aquel momento su padre  tiraba por la ventana de la casa la quinta botella y gritaba Julieta pidiendo otra cerveza, mientras su madre lavaba los platos y Julieta lo espiaba asomada a la puerta, con miedo de acercarse, porque no le gustaba la manera en que las trataba, señor juez, y por eso dudaba en llevarle otra cerveza cuando la botella que papá arrojó por la ventana esperó a que termináramos de  contar lo anterior y ahora sí golpea al perro (que sale aullando al zanjón), desvía su trayectoria, cae y da unas vueltas sobre sí misma, luego se aquieta  y queda con el pico apuntando hacia lo que sucede a cientos de kilómetros de allí, atravesando campos, lagunas, vacas, pueblos, rutas, paredes, hasta entrar en la casa del  empresario exitoso que cena con  otro empresario, dueño de la planta envasadora de la que salió esa botella que los señala desde lejos como el cuchillo que tintinea en el almuerzo lleno de espléndidas sonrisas empresariales que corta una de las tres empleadas para entregarle al dueño de casa una carta que contiene  un pedido de recomendación: aquel muchacho de su pueblo necesita  entrar al curso de agente de policía, y cuando el otro  empresario se va, el dueño de casa comienza a escribir la carta de recomendación en su computadora portátil, la termina y conecta el aparato a una impresora por la que la sangre sale en forma de un chorro de tinta sobre un papel A4 despedido por la impresora , y se prolonga en la mano de la empleada que lo mete en un sobre, y así  llega a la oficina de correos, donde otras manos lo clasificarán y pondrán en un camión que viajará paralelo a los bordes de la ruta hasta la oficina de correo del pueblo,  y las manos del cartero la llevarán hasta otra casa miserable donde un muchacho sin trabajo recibirá el sobre con una sonrisa porque ya está, porque así tiene  asegurado el ingreso a la policía, y sólo queda hacer el curso, y sólo queda una botella de cerveza papá, te tomaste todas las otras, dice mamá,  aunque el juez le ha prohibido a papá  acercarse a la casa, hoy no estaba el agente de policía que siempre hacía la ronda para asegurarse de que todo marchara bien, porque un superior le había ordenado dejar el lugar: hay poco personal y necesitamos más presupuesto, le había dicho, y entonces el agente dudó: la  mujer de aquella casa había denunciado varias amenazas de su esposo, que la iba  a matar le dijo, y sin embargo no desobedecería, si bien nunca imaginó situaciones así cuando aspiraba a un puesto en la policía, cuando recibió la "cuña" precisa, y por primera vez vistió feliz el uniforme, pero ahora sacó un cigarrillo, lo prendió, lo tiró por la mitad y se fue, mientras al rato papá pisa el cigarrillo a medio fumar que se le pega en el zapato, y entra en la casa a la que llega Diego  unas horas después, en tanto el empresario ajusta a su muñeca izquierda un reloj de oro, y  un pobre muchacho recibe una carta esperada, y  Julieta  le lleva a su padre la última cerveza, pero esta vez sí la última grita después la madre, y no quiere  darle más plata, y entonces papá se pone frenético y empieza a  perseguirla a golpes por toda la casa, en el momento en que llega Diego y observa cómo papá encontró un cuchillo sucio cuchillo de cocina con el que ataca a mamá desmedido y atroz en una carrera que le despega el cigarrillo del zapato, mientras brillan los zapatos del empresario bajando de uno de sus cinco autos importados para  pasar la noche en el casino y ahora Diego se interpone perdido entre papá y mamá y la ayuda a correr, al tiempo que el empresario exitoso consuma una riesgosa jugada en la ruleta, y las líneas de fuerza de su mano al arrojar las fichas  liberan la sangre que recorre cientos de kilómetros por la ruta provincial que engrana con la entrada de su pueblo natal,  recorre la arteria principal, se bifurca en las calles de un barrio agobiado de niebla, y cruzando la vereda entra en una casa de ladrillo visto y piso de tierra, se mete por las raíces  de un cuerpo crispado de alcohol, y después se vuelve a ramificar en afluentes por el mapa rabioso de un rostro  y a juntar en un hombro, un brazo extendido, un puño rígido rompiendo en grumos el chorro que se adelgaza al hundirse en un cuerpo afilado y febril de quince años.