Prof.
Gabriel Ríos
Si en la panza de mama
No había tiza ni pizarrón.
José Larralde
1. Echeverría
La verdad, dice Nietzsche, es un ejército
de metáforas en movimiento. Querría
volver a ese texto fundacional que es “El Matadero”, para registrar los
entresijos de una metáfora que cifra buena parte de lo que creemos ser. Pero
sin insistir demasiado, en tan poco espacio, en la transitada discusión teórica
sobre la identidad. Más modestamente, me propongo dejar constancia de un
trayecto de lecturas generador de algunas perplejidades que acaso merecen
compartirse. Insistiré, sí, en la invitación al desvío y la remisión a esas
lecturas que propiciaron este difuso escrito. Sin embargo, precisamos un
conciso marco de sustentación. En “El principio de identidad”, Heidegger, en la
andadura de su crítica a la metafísica substancialista, deja entrever algo que
no habríamos pensado bien: la identidad no es la semejanza o igualdad de uno
consigo mismo, sino siempre una relación, y hace hincapié en la relación, “de uno con uno en uno mismo”.
Y dado que uno no es nunca una cosa
solidificada, sino proyecto permanente, esa relación se produce a través del
rodeo del lenguaje, la morada del ser.
Al
volverse hacia sí, la conciencia no puede verse más que a través de la trama de
los discursos que configuran y reconfiguran una subjetividad histórica. Entonces, como elucidación operativa de la
noción de identidad, esbozamos la
relación lábil entre un tejido de discursos
y el vacío en proceso que aquellos procuran saturar con sus representaciones.
De un lado, lo real innombrable; del otro, los discursos ineludiblemente
ideológicos en su imposibilidad de nombrar la totalidad. Preguntamos ahora ¿Qué discursos
informaron las subjetividades en que se
referencializa el Matadero? ¿Cómo interactúan el referente y el texto que
refiere? En primer lugar, se sabe, Echeverría aplica a su tema el mismo molde
romántico del contraste entre civilización y barbarie, que sistematiza
Sarmiento en el “Facundo”. Así como sarmiento muestra al caudillo como un
animal salvaje, Echeverría compara a los federales con ratas y aves carroñeras.
Al hilo de la metáfora de la animalidad, podría perfilarse un circuito
intertextual que recorriera “El Matadero”, el “Facundo”, y “La fiesta del
monstruo”, un texto poco conocido en el que Borges y Bioy Casares pergeñan una
horrenda caricatura del Peronismo (la segunda tiranía, según Borges, plenamente
enredado en la historia mitológica del mitrismo)
2. La barbarie se combate con barbarie
En la emisión de su programa del 29 de abril de este año, “Filosofía aquí y
ahora”, José Pablo Feinmman explicaba el
uso político de esta metáfora. Cuando alguien, como hace Echeverría,
“animaliza” al enemigo, lo saca de la especie humana y lo deja expuesto al
trato que merece un animal. Cuando alguien muestra con minuciosidad la crueldad
del enemigo, está preparando el terreno para ejercer la propia crueldad. Y aquí
se trata de la crueldad del Progreso. Las levas forzosas, las campañas al
desierto, los fortines, la
Guerra de la Triple
Alianza , la exterminación del indio y del gaucho constituyen
las crueles afirmaciones del Progreso justificadas en la “animalización” del
enemigo. Por eso Alberdi decía que el
gaucho, el cholo, el indio, sometidos al mejor sistema educativo, no eran nada
al lado de un obrero inglés analfabeto. Por eso Sarmiento recomendaba derramar
sangre de gaucho, solamente útiles para la guerra. Porque los animales son
ineducables. La escuela de Sarmiento no alberga a las masas populares, sino a
los supuestos europeos laboriosos que enriquecerán las entrañas de La Patria. Pero los
inmigrantes se transformarán, después, en los nuevos “animales” que, con
desaforados reclamos laborales (recordar la Ley de Residencia), estorbarán la
consolidación de la preciada identidad
nacional que la oligarquía ganadera del
Centenario necesitaba para robustecer sus privilegios. Y posteriormente, el
Peronismo. En la “Fiesta del monstruo”, el peronista, cruza de indio, matasiete
y cocoliche, deviene el animal perverso
que justificará las persecuciones y masacres que siguieron a La Revolución Libertadora.
Lo interesante, y a esto quería llegar, es que la estigmatización de las masas a través de la metáfora de la
animalidad, tan recurrente en nuestras
catástrofes históricas, tiene, al parecer, un origen científico. El saber,
afirma Ricoeur, se reestructura por la introducción de nuevas metáforas, o bien por la aplicación de las viejas
metáforas a nuevos asuntos.
3. El burro es un caballo degenerado
Recalamos así en un texto curioso,
incluido en el “Diario de viaje” de
Charles Darwin: el encuentro con el General Rosas. Durante su viaje de cinco
años por el mundo a bordo del Beagle,
Darwin tiene una entrevista con el futuro gobernador de Buenos Aires y cabeza
de la Confederación , que por entonces, 1832, se encontraba con su
ejército en una de sus expediciones al desierto, a orillas del río Colorado. El
naturalista hace una estampa elogiosa de
Rosas, pero se muestra despectivo con su ejército. Dice Darwin que “casi todas las tropas eran de caballería, y
me inclino a creer que jamás se reclutó en el pasado un ejército semejante de
villanos seudobandidos. La mayor parte de los bandidos eran mestizos de negro,
indio y español. No sé por qué tipos de esta mescolanza rara vez tienen buena catadura”. Y luego: “Mi principal entretenimiento consistió en observar a las familias
indias según venían a comprar ciertas menudencias al rancho donde nos
hospedábamos. Supuse que el general Rosas tenía cerca de 600 aliados indios.
Los hombres eran de elevada talla y bien formados, pero pronto descubrí en el
salvaje de la Tierra
del Fuego el mismo repugnante aspecto,
procedente de la mala alimentación, el frío y la ausencia de cultura”
Para entender a Darwin no hace falta
remontarse a las controversias de la Conquista sobre la pertenencia o no de los
salvajes americanos a la especie humana. Los siglos XVIII y XIX fueron en
Europa los siglos de los zoológicos humanos. El eurocentrismo exacerbado de
algunos naturalistas promovía en
fiestas, salones, universidades, la desvergonzada exposición de individuos de
etnias diferentes. Un degradante racismo científico exhibía asiáticos,
africanos, indios, como curiosidades, monstruos y extravagancias de la
naturaleza. En el horizonte científico de Darwin destacaba la figura de Buffon,
eminente naturalista del siglo XVIII. Si bien Darwin, antes de emprender su
famoso viaje, adhería a la concepción “fijista” sobre las especies, veía en el
transformismo limitado de Buffon los rudimentos de la teoría evolucionista que
fraguará después de su viaje. Pero la influencia se advierte también en el
palmario eurocentrismo del que Darwin no podía desprenderse del todo. Buffon
pensaba que las especies animales americanas eran descendientes degradados de
la especies del Viejo Continente. El tapir, por ejemplo, una suerte de elefante
achicharrado y sin trompa. El clima, decía Buffon, determina las
características de la tierra, la tierra determina las características de las
plantas, y las plantas las características de los animales y del hombre. Buffon
parece haber sido un lector muy atento del “Facundo”. Si la rémora racista
cruza esta visión de los gauchos y los indios fueguinos, también es justo decir
que en otras partes del diario Darwin deplora la esclavitud en Río de Janeiro y
denuncia el trato inhumano que reciben los indios Pampas.
4. Las ficciones de la identidad
Sartre, en “El Ser y la Nada”, supone que
la conciencia que niega la permanente recusación de sí misma es un fraude y un
autoengaño (“mala fe”). Es que en el conato de cualquier identidad anida el
sentimiento de la manada. La identidad significa la identificación con lo
idéntico de los miembros del grupo. El individuo no soporta el miedo morboso de
quedarse solo, la revelación de su propio vacío y el absurdo que lo instaura en
el mundo. No soporta la libertad, diría Fromm. La gente sufre si alguien no le
dice quién es, qué consumir, qué sentir. Producción en serie de conciencias que
el poder “pastoral” multiplica cuando se trata de la identidad de una nación,
porque entonces recrudecen las dinámicas disciplinarias que organizan los mitos
nacionales, seleccionan los próceres y las fechas patrias que gustosamente
festejaremos como neutros autómatas cartesianos.
Si, como Plantea Alberdi, la Revolución de
Mayo, más que una revuelta separatista, significó el comienzo de la hegemonía
de Buenos Aires sobre el interior (puesto que la hizo una élite ilustrada, a
espaldas de las masas “bárbaras” de las provincias), sucedió por la
implantación de una dicotomía violenta cuya síntesis aún no se produjo. El país
surgió partido, y a doscientos años del nacimiento de Darwin, algunos todavía
parecen creer que el hombre desciende del gaucho, como lo proclamaron las
siniestras ficciones patrióticas de la oligarquía hipócrita del Centenario,
alumnos ejemplares de los mismos que instrumentaron su exterminio. Que “El
burro es un caballo degenerado” es una idea de Buffón, pero se trata
esencialmente del mismo burro de la canción de Larralde, señalando con justa
eficacia poética la manipulación de la subjetividad perpetrada para
convencernos de que somos quienes dicen que somos. ¿Hace falta agregar que, en
virtud del formidable reproductor de
ficciones políticas que ha sido la
escuela, eso es lo que festejamos
atropelladamente este año?
El esplendor turbio de algunas metáforas
ilustres, las máscaras de la intolerable incertidumbre. Es tiempo de que la
escuela, principal aparato ideológico responsable de la transmisión de la
memoria colectiva, deje de ser
tributaria de un poder experto en urdir el olvido de las contradicciones
históricas que no le conviene mostrar.